Leer escuchando la siguiente canción:
El sonido de la lluvia golpeaba incesante el techo del campamento de Mercadier, secundado por el eco de los truenos en la lejanía del bosque. Sentado en su escritorio, la luz de la vela proyectaba siniestras sombras en la lona a medida que la llama se retorcía agónica en su desesperado intento por no consumirse. La humedad hacía que el frío le calase hasta los huesos y por mucho que la manta de piel de león blanco no impidiera el temblor de sus miembros, su mente estaba en otro lugar.
Hacía siete largos días que no tenían noticias de Astaldion, su
señor, y pese a disimularlo ante sus hombres, la incertidumbre de la situación
empezaba a hacerse eco en su corazón. No sólo había logrado su objetivo sino
que la misma Aiunin acampaba junto a ellos para lograr un acuerdo y quizá una
posible alianza después del innecesario baño de sangre. Demasiados buenos
hombres habían muerto para enseñar la crudeza del salvaje bosque de Loren, cuya
caótica naturaleza ni los mismos elfos silvanos lograban contener.
Es por ello
que nada más acabar la batalla había enviado el halcón de su señor para
reportar lo sucedido y exhortarle a que se presentase al umbral de Loren para
conocer y presentar sus respetos a la líder de los silvanos, pero no tenían aun
noticias de él, y sospechaba que la impaciencia de Aiunin jugaba en contra de
sus intereses. Nunca antes un mensaje
cifrado había estado tanto tiempo sin atender respuesta, y por ello después de dos
días había enviado otros dos halcones con el mismo mensaje, sin ninguna réplica.
No podía ser que ninguno hubiera llegado a Mousillon, donde las huestes de su
señor habían presentado batalla junto al rey de Bretonnia al contingente de no
muertos que custodiaba la ciudad
maldita.
El
grueso del ejército desplegado y la presencia del rey habían alentado a una
cruzada que quería hacerse un nombre propio en las crónicas del reino y poner
fin de una vez por todas a la amenaza que ensombrecía la pureza con que la Dama
les había bendecido.
«¿Habrá pasado alguna desgracia?»
Se resistía a poder creerlo, pero estaba
rendido. Las manos le temblaban, heladas, su respiración era entrecortada y los
ojos le escocían por la penumbra de su pabellón. Después de dos días sin dormir
el cansancio se iba apoderando de él forzándolo a cerrar los ojos, pero un
rumor de voces inquietas en el campamento alertaron su presencia y lo hicieron
abandonar la estancia. Afuera, en el campamento, dos centinelas señalaban una
mancha oscura en el nebuloso cielo nocturno.
-Informe, soldado
-Señor, hemos atisbado una extraña forma
surcando el cielo con un vuelo irregular pero no llegamos a ver qué es. Lleva
así unos minutos, como si nos observase. Pero no alcanzamos a ver qué es. «¿Y
ahora, qué?»
- Habéis avisado a Aiunin?
- Sí señor, pero no la encontramos, ni a ella
ni a sus exploradores. Mi compañero cree que nos han abandonado para
emboscarnos y...
- Mirad, mirad!
La silueta se acercaba a gran velocidad hacia
su posición, y a medida que la su proximidad definía su contorno, este se
tornaba en la elegante y regia figura de un Pegaso real, la montura personal de
su amigo y señor. Ante el júbilo de los exploradores, Mercadier frunció el
ceño, contrariado. «Algo no anda bien».
Lejos de la gracia con que se le
conocía, la montura volaba a trompicones y, sin poder estabilizarse, acabó
estrellándose contra una tienda a pocos metros de ellos. Entre los escombros, retorcida
de dolor, se intentaba erguir, pero con la caída se había astillado una pierna
y el sufrimiento era insoportable. A su lomo, un joven y moribundo caballero
protegía con su vida un pergamino con un sello. Le quedaba un hálito de vida, y
una sombra se apoderó de Mercadier cuando, acercándose, pudo discernir la
palabras que mascullaba el muchacho, fuera de sí: Nurgle, Nurgle en todos
sitios....
Continuará...
(Por Enric M.P.)
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